(Texto publicado originalmente en 2017)

Con los nuevos modelos a bordo, la maleta de Balbino salió de nuevo a recorrer kilómetros. Lo hizo con varias lecciones aprendidas: que las colecciones de invierno se enseñan nada más acabar el invierno, que antes de pasar a hacer una visita hay que enviar un correo con la información, después llamar para corroborar que se ha recibido; volver a enviarlo porque se perdió en el ciberespacio; volver a llamar para volver a corroborar que se ha recibido y, finalmente, llamar para concretar una cita aunque no se hayan leído el correo y confiar en la bondad y la paciencia de las personas que dirigen las tiendas.

Volvíamos a apuntar hacia el Norte. En la primera ciudad, visitamos tres tiendas. En la primera nos acogieron con muchísimo cariño. Y eso que estuvimos a punto de romper parte del mobiliario al maniobrar con la caja. Que parece fácil, pero no lo es. Lo único malo de esa visita es que el hombre era tan buen vendedor que terminó vendiéndonos producto a nosotros mientras, con mucha educación, nos explicaba que le encantaba el proyecto de Balbino, pero que no lo veía para su tienda.

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Salimos rumbo a la tienda de la ciudad que más nos interesaba, por público y concepto. Habíamos hablado con la dueña por teléfono y, aunque no se había mostrado muy receptiva a la visita, hemos desarrollado un tono de voz lastimero que, junto al mensaje principal, añade otro subliminal que dice “por favor, que hemos hecho muchos kilómetros para venir hasta aquí y estamos empezando, y cuando veas y toques las Balbino no te vas a arrepentir”. Total, que accedió. “Pero cinco minutos, ¿eh?”.

Allí nos fuimos. Al llegar, nos indicó que subiéramos al piso de arriba, en donde nos esperaba un perro lanudo color crema. Nos gustan mucho los animales, pero en aquel perro vimos la oportunidad de ganarnos a su dueña, por lo que empezamos a hacerle carantoñas y a acariciarlo como si fuera el perro que todos hemos querido tener en nuestra infancia. El can parecía estar entrenado para ese tipo de situaciones -la de vendedores esperando su turno- y, para evitarle a su dueña favoritismos, se limitaba a aceptar las caricias sin mover tan siquiera un poco la cola.

Después de media hora de reloj acariciando de forma interesadamente altruista al perro, la dueña se acordó de que estábamos ahí arriba y subió a vernos, pidiéndonos disculpas.

Salimos de la tienda con optimismo por la forma en que aquella señora cogió y tocó los Balbino, y nos encaminamos a la última tienda de la ciudad, en la que, pensábamos, ojalá tengan un gato, que no aguantan media hora de caricias.

Al llegar, el establecimiento estaba vacío. El dueño fue muy amable y se interesó muchísimo por la historia de los paños. Aunque no vendían calzado de hombre, sí que se estaban planteando incorporarlo, ya que están comprobando que cada vez más en las tiendas de chica se venden también algunas prendas de hombre. Pero entonces apareció la Ley de Murphy, que dice que cuando una tienda lleva toda la mañana vacía, comenzará a llenarse al minuto de haber entrado una visita. Y así sucedió. Una, dos, tres y hasta cuatro personas entraron en la tienda.

Nos despedimos y fuimos dirección a la estación de autobuses. Todo el mundo miraba la caja de Balbino.

Al llegar a la siguiente ciudad hicimos algo que va muy de acuerdo con nuestra marca: utilizamos la consigna de la estación para guardar la maleta y seguir el camino únicamente con la caja. Si utilizar una consigna (cinco euros, por cierto) no es memoria, no lo es nada.

En esa ciudad, todavía más al norte, teníamos previstas tres visitas, pero realmente sólo hicimos una. ¿El motivo? Que nos entendimos tan bien con la primera tienda que fuimos a visitar que decidimos que no tenía sentido ver a nadie más. También influyó el hecho de que, cuando nos dimos cuenta, habían pasado dos horas y seguíamos hablando. De las zapatillas pasamos a la música, de la música al diseño, del diseño a los vinos, y así estuvimos un buen rato, hasta que nos entraron ganas de tomar uno.

En el autobús de vuelta a casa fuimos sentados al lado de una señora muy simpática, que nos preguntó por la caja, en la que se había fijado antes de ocupar su sitio. Le contamos la historia de las Zapatillas, de Balbino y de los paños. Cuando fuimos a enseñarle en el móvil los modelos, nos percatamos de que se había quedado dormida.

Cuando llegamos a destino, se levantó como si tuviera un resorte, nos dedicó una sonrisa y nos dijo: “Al final no me enseñasteis las zapatillas”. Y le dimos la razón, claro.