En la semana en la que Mark Zuckerberg decidió cambiarle el nombre a Facebook por Meta. En los días en los que todo el mundo empezó a hablar del metaverso. En las horas en las que el futuro parecía estar aquí. En ese preciso instante -ni un minuto antes, ni un segundo después- en Balbino decidimos subirnos al carro e invertir unos eurinos en publicidad en redes sociales.

Por aportar contexto: el metaverso son, según los que saben de esto, entornos en los que los seres humanos interactúan entre ellos pero no como seres humanos, sino como avatares. Es decir: es una analogía del mundo real en la que se pueden tener relaciones sociales o económicas, pero virtuales. La verdad es que, ahora que lo leemos en este párrafo, tampoco es que tenga mucho sentido -con lo guapo que es abrazarse y esas cosas- pero bueno, si dicen que es el futuro, pues habrá que ir para allá.

Uno de nuestros cuatro socios utiliza siempre el concepto “red social física” como motor esencial de Balbino. Básicamente son las relaciones sociales de toda la vida. Cara a cara. Verso a verso. Sin meta delante. Sin meta detrás. Nosotros creemos en la “red social física” a pies juntillas, pero en todos los manuales de gestión empresarial que no nos hemos leído se habla de la importancia de salir de la llamada zona de “familia y amigos”. De vender más allá de tu territorio, vaya.

Por eso decidimos contratar los servicios de una experta en marketing digital. Después de dos semanas para aclarar quién de todos los que formamos Balbino tenía las claves de nuestros perfiles en redes sociales, le pedimos que nos ayudara a posicionar la marca en los espacios en los que debería estar.
La convocamos a una reunión de viernes por la tarde en nuestra sede. Ella, muy profesional y preparada, nos fue enseñando cómo funciona esto de la publicidad digital. Sus trucos, los errores más comunes. Cuando estábamos diseñando con ella las campañas que íbamos a hacer de cara a Navidad, formuló una pregunta:
“¿Cuál creéis que es el usuario tipo de Balbino?”.

Y ahí nuestro experto en redes física arrancó sin mirar atrás y dijo:

“Pues es una persona con intereses culturales, que le importa la historia de lo que está comprando, que da valor a los productos trabajados, que lee, que escucha música, que cuida a sus padres y, llegado el momento, quiere hacerles un buen regalo…”. Como comprenderán, llegados a ese punto tuvimos que pararlo, porque lo siguiente iba a ser que era “bueno, guapo, alto y listo para los recados”. Ya no sabíamos si se estaba definiendo a sí mismo o si de verdad piensa que los amigos de Balbino son así. (Que no es que lo neguemos, ¿eh?, pero, bah, algún defecto tendréis que tener).

Paula, nuestra experta, sonrió ante tal exceso de humildad y, muy hábilmente, cambió de tema: “¿Quiénes creéis que os ven en las redes sociales?”.

Llegó entonces un momento hilarante en el que las cifras nos devolvieron a la cruda realidad. De los pocos miles de seguidores que tenemos, el algoritmo le enseña nuestras publicaciones a unas cuantas decenas.
“Pero ¿cómo puede ser?, si a mí me salen todo el rato nuestras publicaciones”, preguntó nuestra CEO.

Paula volvió a sonreír.

“El otro día, de hecho, Facebook me dio la estrella como seguidora de Balbino”, añadió la jefa.
La sonrisa de Paula se convirtió en risa. Con mucha delicadeza nos explicó que, en realidad, estábamos viviendo en una burbuja. En una burbuja que estábamos creando nosotros. Como le damos a “me gusta” a todo lo que hace Balbino, el algoritmo nos ofrece todo lo que hace Balbino, porque el algoritmo no sabe que lo hacemos por subir los “me gusta”. O sí lo sabe y nos está vacilando.

Se dieron entonces unos segundos incómodos en los que las seis personas que estábamos sentados en torno a esa mesa recalculábamos mentalmente el número de veces que le habíamos dado a “me gusta” a nuestras propias publicaciones. También lo ilusos que estábamos siendo -inmersos como estamos en el mundo balbínico- de pensar que todos nuestros seguidores veían lo mismo que veíamos nosotros.

Ante esta situación, optamos por abandonar la reunión y reírnos un poco de nosotros mismos. Y así estuvimos más o menos 15 minutos. Con una risa floja y contagiosa que, cuando parecía que se iba a acabar, resurgía por el otro lado de la mesa. Descontábamos los “me gusta” de los que estábamos allí sentados y de los amigos y familia y nos quedábamos en nada. Era gracioso pero era triste. Y era triste pero era gracioso. Mucho mejor reírse.

“Hemos creado el metaBalbino”, dijo alguien, quedándose tan ancho.

Y, aunque al principio no entendimos lo que quería decir, asentimos.

Luego, ya sí, caímos en la cuenta.

Tiembla, metaverso, porque el futuro ya no es lo que era.